Hay cuarenta mil pintores en París. Solo uno sacude sus alfombras por la mañana en las rejas de Sainte-Clotilde; solo uno vive al campo en plena capital, con su gato en su regazo: es Louis Cattiaux.
Basta con empujar la reja de su casa: Cattiaux siempre está allí, en su taller-comedor-museo, lleno de objetos multicolores, de viejos muebles con la pátina de los años, de íconos y de lienzos extraños.
Uno se pregunta cuándo trabaja; nunca lo hemos visto hacer otra cosa que acariciar su bigote, a veces complementado con una barba florentina o un bigote a la moda del Segundo Imperio, acariciar el pelaje de Poupinet, un príncipe persa con botas violetas, acariciar la cubierta de algún hermoso libro inencontrable; mientras otros pelean, sudan sangre y agua para triunfar, Cattiaux permanece maravillosamente inactivo, en espera; mientras otros van por la vida con todas las garras afuera, codos puntiagudos, él pasa el tiempo acariciando a los seres y las cosas para hacerse querer.
Pintor, poeta…
La pintura de Cattiaux se hace sola. Al menos, su ejecución; porque la medita durante mucho tiempo, cada una de sus obras nace lentamente de una exigencia a la vez metafísica, religiosa y plástica.
Mientras medita, sus paneles reciben una capa de imprimación de composición misteriosa y, unos días después, otra capa, y otra más. Con paciencia y minuciosidad prepara el terreno de sus cuadros para obtener al final un aspecto curiosamente vitrificado, lleno de transparencia.
Proyectar luego sobre el lienzo o la madera la composición que se ha edificado en algún lugar de la mente de Cattiaux será para él tan fácil y agradable como un juego; esto se hace muy rápido, la mano guiada por una musa cuyo nombre no se encuentra en el diccionario.
Lo maravilloso es que esta ejecución mediúmnica es de una solidez artesanal ejemplar; Cattiaux no ignora nada de los recursos de su oficio; sabe que cada toque cuenta; conoce todos los viejos secretos que permiten al artista inspirado dominar, poner a su servicio los peligrosos prestigios de la materia. Pero, donde muchos se estancan en la larga paciencia, él avanza por saltos líricos, por hallazgos inmediatos.
No le lleva más tiempo escribir poemas: Los Poemas del Holgazán (1945), encabezados con los que ha colocado esta frase maliciosamente atribuida a Hipócrates: «Demasiadas personas escriben con las uñas sucias». Son pequeños haikús en prosa, sentencias llenas de evidencia, que un hombre con las uñas limpias traza en el reverso de nuestra vida mancillada por la codicia, el odio y la inútil estampida.
Poeta en su pintura –gracias a la maravillosa invención que le permite dar un cuerpo a sus postulados, una carne a sus puras especulaciones– Cattiaux es pintor en su poesía, en el sentido de que cada uno de sus poemas es como una ilustración de lo que expresa en sus pinturas: vírgenes alquimistas, tigres coronados de soles y ceñidos por la eterna serpiente, deslumbrantes estallidos de un cosmos que se reúne de inmediato en la sístole del corazón.
… y filósofo
La filosofía de Cattiaux y su metafísica no ocultan sus fuentes: la Tradición, el Esoterismo; el ejemplo de René Guénon lo consolida aún más su fe revolucionaria.
Ser revolucionario, para él, significa oponerse con toda el alma al utilitarismo y al burocratismo de las instituciones morales, religiosas y sociales.
Para Cattiaux, la revuelta comienza con el inmovilismo, el rechazo de «correr la suerte»; su noción de perfeccionamiento va en contra de lo que enseñan los profesores y filósofos. Los sacerdotes, en general, no cuentan con su favor, ya que están demasiado confinados en su labor de repartir gracias y perdones. Su dios es el Único, su religión es el Amor.
El Mensaje Reencontrado expresa todo esto en breves capítulos que se ensamblan según una lógica interna que no se percibe de inmediato, y cuyos títulos son variaciones anagramáticas en francés de las nueve letras que componen las palabras: Vérité nue (Verdad desnuda). Algunas de estas variaciones son: Vertu niée (Virtud negada) – Une vérité (Una verdad) – Ève tri une (Eva tri una) – Un être vie (Un ser vida) – Trêve unie (Tregua unida) – Unité rêve (Unidad sueño) – Vu et renié (Visto y renegado) – Trié en vue (Triado en vista) – Vue tri née (Vista tri nacida) – Ivre et nue (Ebria y desnuda) – Rive ténue (Ribera tenue) – Nuit rêvée (Noche soñada).
Lanza del Vasto prologó El Mensaje Reencontrado, que Cattiaux vende o regala según los méritos del destinatario.
Boticario, quiromante y sanador
«Hay que hacerse vidente», decía Rimbaud. Cattiaux siguió este consejo. A voluntad, se «ausenta» en sí mismo, derriba las barreras que nos separan del ayer y del mañana; lee en ti como en él mismo: a libro abierto, y, por supuesto, ninguna palma tiene secretos para él. Los poetas de Saint-Germain-des-Prés pronto no tomarán una decisión sin consultarlo; ya ha apartado a varios del tabaco, del alcohol y de las inspiradoras; mañana evitará que escriban malos poemas; hoy se contenta con una mirada de sus ojos azules, una pequeña reflexión de su voz suave, para evitar que se tomen demasiado en serio. Dondequiera que esté, lo insólito se instala con él; siempre parece venir de muy lejos, de un mundo pacificado donde se viviría sin comer, sin trabajar, sin combatir. Este boticario no tiene nada de un hechicero: su tez es fresca, su corpulencia optimista, su risa estruendosa. Lo «fenomenal» en él es que es feliz, cándidamente feliz en un mundo que desespera.
Un sabio
Cattiaux, entre su esposa Henriette y su gato Poupinet, entre su paleta y su escritorio, lleva la vida del sabio. Tiene la alegría del niño, el humor tierno del santo. Dispone de buenos divanes para descansar, flores que alegran la vista, y robustos castaños de Indias, al otro lado de la calle, que le brindan sombra y frescura. El «fakir» Cattiaux, agachado, con el torso desnudo y la cabeza cubierta, no fue más que una fotografía para exhibir en las librerías ocultistas; él mismo se ríe de ello y dudo que tome muy en serio las sesiones de magia a las que a veces asiste. El verdadero Cattiaux, el que es mimado y que mima a los que se le acercan, y que obtiene favores solo a través del ejercicio de su amor, lo encontraréis en la calle Casimir Périer. «Ante quien se postra, uno se postrará», decía el gran poeta lituano Milosz. «A quien da, se le dará», podría ser el lema de Cattiaux, quien es colmado de beneficios por amigos conocidos y desconocidos a cambio de su alegría comunicativa (la mejor medicina) y de sus juegos de pincel (la mejor pintura).