Este Mensaje Reencontrado no es una especulación sobre lo que es Dios, es el reflejo de la experiencia de Dios, y por lo tanto, una profecía.
EL MENSAJE PROFÉTICO DE LOUIS CATTIAUX (1954), por Emmanuel d'Hooghvorst
Buzo ebrio de todos los dolores, deambulo tristemente vestido con la piel de las bestias, en este mundo exiliado de las grandes pesadeces, donde los hombres, apagados por la caída, se obstinan.
Louis Cattiaux
Una lógica oscura y certera parece conducir este mundo hacia un término desconocido, pero sin duda alguna catastrófico. El optimismo ingenuo del siglo pasado, poco a poco ha dejado paso a una gran inquietud, las más de las veces inconsciente, para los millones de individuos que componen nuestra civilización, una inquietud que, en general, se manifiesta por una inestabilidad creciente y una rebeldía generalizada de los espíritus y de los corazones. Como esos grandes ríos que se desecan a medida que avanzan a través del desierto, los manantiales de la vida parecen agotarse según aumenta la inteligencia del hombre; nos referimos a su malicia, esta luz fría como la de nuestras lámparas eléctricas, que alumbran sin calor cuales fuegos muertos. Existe otra inteligencia, verdadera, que el hombre percibe con sus antenas, no las de la radio o de la televisión, sino con sus antenas naturales que le permiten comunicar con el profundo manantial de la vida oculta en la naturaleza, para llevarlo progresivamente hacia la luz viva y nutritiva.
Los grandes rebaños salvajes de las estepas no disponen de ningún radar, pero tienen guías a los que siguen y obedecen. Suelen ser los individuos más ancianos y más sagaces que poseen las antenas más agudizadas. Son los que prevén las tormentas y ciclones, los que saben, según las estaciones, dónde se hallan los mejores pastos y también los que destapan las trampas y huelen el peligro. Son los videntes del rebaño y el rebaño, tranquilizado, sigue sus pasos. Pero nuestras antenas están atrofiadas, hasta el punto de haberse convertido en órganos muertos, vestigios inútiles de una humanidad pasada. Pronto habrán desaparecido por completo. Ya no nos sentimos seguros en ninguna parte. ¿Acaso no se aplican a nuestra época, más que a cualquier otra, aquellas palabras del profeta Isaías?:
IHVH ha derramado sobre vosotros un espíritu de letargo; ha cerrado vuestros ojos, los profetas, ha echado un velo sobre vuestras cabezas, los videntes (Isaías 29, 10).
Y si, por ventura, todavía hubiera entre nosotros algún individuo que guardara intacta aquella facultad tan valiosa de saciarse a grandes tragos en el manantial de las aguas puras del Sol y de la Luna, o que la hubiera reencontrado tras una larga búsqueda, ¿qué suerte le reservaríamos? ¿Qué suerte le reservaríamos si se revelase a todos tal como es, es decir, psíquica y físicamente tan distinto? ¿Lo someteríamos a la benéfica acción del psicoanálisis, con el objetivo seguramente loable de readaptarlo? ¡Cattiaux, amigo mío, tu oscuridad en el mundo y su ceguera te fueron una extraña salvaguardia!
Quizá haya todavía, sobre la tierra adormecida, algunos hombres que velan y que interrogan los astros como los magos de antaño. Es para ellos que escribimos estas líneas, exclusivamente para ellos, pues han recibido ese don del cielo de poder CREER LO INCREÍBLE. Dispersos en las tinieblas, nos son desconocidos. Sin embargo y sin saberlo, brillan como luciérnagas reflejando, en la tierra oscurecida, la claridad de las estrellas. ¿Quién sabe si los ángeles de Dios no vendrán a recogerlos uno por uno, para reunirlos en el regazo de la Virgen, antes de la gran tribulación que se está acercando? Esta gran tribulación tantas veces anunciada y siempre aplazada, cuya proximidad resulta cada vez más evidente para aquellos que todavía son capaces de prestar atención.
Louis Cattiaux vivía en París, en la calle Casimir-Perier, a la sombra de la Iglesia de Santa Clotilde frente a una tranquila plazoleta provinciana. En sus tarjetas se leía: «Louis Cattiaux, poeta, pintor y boticario». En su misterioso taller de pintura a pie de calle, pintaba extrañas y magníficas telas, vírgenes hieráticas, rodeadas de símbolos olvidados. Las pintaba con una materia rica, densa, coloreada en extremo. Afirmaba haber reencontrado el secreto de la antigua materia pictórica de los hermanos Van Eyck, aquel secreto del oficio que los pintores de antaño se transmitían de boca a oreja y de maestro a discípulo. Su arte era sagrado, sus lienzos parecían pentáculos, y la gente lo tomaba por mago. También era sanador y proporcionaba a quienes se lo pedían maravillosas pomadas que no carecían de efectos curativos.
Su minúsculo taller de pintura, mágicamente decorado, parecía encerrar el universo entero. Allí se respiraba el perfume de algún jardín de Edén guardado muy interiormente; y uno regresaba con frecuencia, sin saber demasiado por qué, quizá sencillamente imantado por el calor. Pues lo que emanaba de aquel hombre era un calor nunca alcanzado, totalmente distinto de la simple cordialidad, y también como el presentimiento de un inmenso secreto, vivo, pero celosamente guardado, como el pez filosófico que nada en aguas profundas. Vivía cándidamente, con sobriedad, con pobreza según los hombres, alegre y feliz como un niño y como tal, sin malicia. Vivía como un buen padre de familia entre su mujer a la que amaba y su hijo al que acariciaba a menudo con ternura; pues este hombre tenía un hijo: un hijo que cuando su padre lo tomaba en brazos y lo mimaba cariñosamente diciéndole: ¡Jesusito gordo!, respondía miau, con tanta gracia. ¡Era un gato mágico, por supuesto!
Sus amigos se preguntaban: «¿Quién es ese hombre?», y sin poder responder con precisión a la pregunta, respondían: «No es como nosotros». Cattiaux, ¿cuál era, pues, esta vida secreta que resplandecía en ti? ¿Acaso habías descubierto la joya de eternidad? ¿Habías penetrado el enigma de este mundo?
¿Queréis saber qué es este mundo? –solía preguntar Cattiaux–, imaginad un campo de concentración modélico; es una imagen que se nos ha vuelto familiar; un campo de concentración concebido y ultimado según los más recientes descubrimientos de la técnica y la ciencia psicológica, en el que el trabajo, perfectamente inútil por lo demás, sería racionalizado al extremo, pero, sobre todo, en el que cada preso sería su propio guardián y el de su vecino:
– ¿Quién es el más grande entre los prisioneros de la celda tenebrosa y hedionda?
– ¿El que comparte su pan o el que lo hace para todos?
– ¿Quién es el más estimable entre los que se pudren en el callejón sin salida de la muerte?
– ¿El que limpia el calabozo o el que lo organiza?
– ¿Quién es el más conocido, pero quién es el mejor?
– ¿El que consuela o el que cura?
– ¿Quién es el más honorado, pero quién es el más útil?
– ¿El que ruega por la liberación de todos o el que sufre con los condenados?
– ¿Quién es el más inteligente, pero quién es el santo y quién es el sabio?
– ¿El que se rebela en la esclavitud o el que se instala en ella?
– ¿Quién es el salvado y quién es el salvador?
– ¿El que predica la buena conducta o el que muestra la salida oculta?
– ¿Quién sirve y quién es servido verdaderamente?
– ¿El que quiere forzar las cerraduras de la muerte o el que busca la llave que las abre todas? (MR XVIII, 10 y 10’ )
Louis Cattiaux se calificaba de buen grado como «holgazán de Dios», de aquel Dios que lo creó todo de la nada. Sin embargo, mientras no se le ha encontrado, su búsqueda es el trabajo más difícil y doloroso que existe en el mundo. ¿Acaso no es Dios ese «inútil» que buscamos y que con seguridad encontraremos cuando seamos reducidos a nada, al menos en lo que se refiere a nuestras cortezas tenebrosas? El «corazón triturado como ceniza», del que hablan las Escrituras (Salmos 44, 26), no es una figura estilística.
Quien alcanza al Señor de vida aquí abajo es como un holgazán al que todos los trabajadores del mundo no podrían igualar con todos sus trabajos.
¡Qué trabajador el que no se toma un respiro ni de día ni de noche en la búsqueda de la vida imperecedera! ¡Qué holgazán el que reposa en la unidad viviente del Único! (MR XXV, 1 y 1’ )
Si Cattiaux se dispuso tan apasionadamente a la búsqueda del Único, fue porque no sabía qué hacer en lo que llamaba nuestro exilio de aquí abajo, en el que se sentía totalmente extraño y al que nunca supo adaptarse. No es por nada que lloramos en el momento de nuestra entrada en esta prisión concentracionaria y que nuestro primer grito es un grito de dolor. Aun habiendo soportado con valentía los trabajos, fatigas, decepciones, las pacientes investigaciones de un pobre pintor parisino, ignorado y sin apoyo, Cattiaux se avergonzaba de trabajar en el mundo y para el mundo. Afirmaba que sus cualidades naturales le predisponían a vivir exclusivamente en el jardín del Edén. Toda su rebelión interior la había enfocado hacia lo que él llamaba un extravío lamentable, tras el cual había venido a encarnarse aquí abajo. Consideraba vano todo trabajo mundano que fuera más allá del mantenimiento de la vida encarnada; del mismo modo, casi todos le consideraban a él como vano e inútil:
Has perdido tu vida, decían mirando mis manos vacías; y nadie oía al dios que cantaba en mi corazón.
Hacia el final de su vida, le oímos repetir en numerosas ocasiones la siguiente sentencia de un maestro sufí:
No pido más que un campo donde la locura pueda retozar libremente.
Este holgazán dejó este mundo en París, a la edad de 49 años, el 16 de julio de 1953, a causa de una «extraña y fulgurante enfermedad» que nada hacía prever. Había realizado en esta tierra una obra que el tiempo se encargará de revelar a la luz del día.
Su obra pictórica, por sí sola, merecería un estudio exhaustivo. Condensó su experiencia artística en un ensayo todavía inédito Física y Metafísica de la pintura.
Nos deja poemas cuya profundidad nos asombra: Los Poemas zen, Los Poemas del holgazán, Los Poemas tristes que llevan como epígrafe: « El atleta que se desnuda ante una asamblea de jorobados, no debe esperar cumplidos »; Los Poemas de la resonancia, Los Poemas del conocimiento, Los Poemas alquímicos, por último, de los cuales aquí proponemos aquí un extracto :
A la Joya
Antigua soledad de las selvas primordiales,
donde brilla la esmeralda emanada de las estrellas,
quién te encontró posee el secreto divino,
que un maestro cierto nos legó en el pan y el vino.
Es de su obra principal, sobre todo, El Mensaje Reencontrado, de lo que nos gustaría hablar hoy. Quizás debamos esperar aún antes de que este Mensaje Profético pueda romper el muro de indiferencia que lo rodea y difundirse por el mundo. ¿Nos revelará esta obra, madurada durante quince años en el silencio y el abandono, el secreto de esta vida aparentemente inútil?
No hemos nacido en una familia rica y nadie nos ha instruido en los misterios de Dios. Hemos tenido que descubrir, solos, las sabias y santas Escrituras y hemos tenido que estudiarlas en la pobreza y en el abandono, a fin de que nadie se crea olvidado, sea cual sea su estado aquí abajo. No hemos escrito el Libro en la paz ni en la seguridad de un santo retiro. Lo hemos escrito desde el principio hasta el fin en medio de la cloaca en fermentación de la gran ciudad, a fin de que nadie se crea abandonado, sea cual sea su situación aquí abajo. (MR XXVII, 57 y 57’ )
Si hablamos de un Mensaje Profético es adrede. No hay otra palabra para calificar un libro tan singular y original, tanto en el contenido como en la forma, queremos decir, de origen tan evidente. El profeta, de hecho, es un original en el sentido más preciso que se le pueda dar a este término. Ciertamente, bajo este aspecto y trascendiendo todos los demás, la figura de Louis Cattiaux se dibujará cada vez con más precisión en el futuro.
Pocos días antes de dejar este mundo, escribía en el libro XXXX y último del Mensaje Reencontrado:
Iré a ti, con las manos llenas de tu vendimia y la espalda encorvada por el peso de tu cosecha, y mi alegría será recibir tu beso de vida y comunicarlo a los hijos que me has confiado, ¡oh, Señor que colmas la santa obediencia! – Iré a ti, con el corazón purificado y el espíritu claro dentro de tu cuerpo resucitado, si me envías tu salvación desde este mundo, Señor de amor y de conocimiento verdaderos; porque sólo tu esplendor es recibido por tu esplendor y sólo tu santa unidad se funde en el Único. (MR XXXX, 1 y 1’ )
Si hemos de creer al apóstol Pablo, el ejercicio de la misión profética debe continuar tanto tiempo como la cristiandad, es decir, hasta el fin de los tiempos. ¿Acaso no escribió en efecto: «Aspirad al don de profecía como el más excelente?» (Cf. I Corintios, XIV, 1). ¿Acaso no designa la excelencia misma de este don como la realización cristiana más perfecta? Sin embargo, por razones que sería demasiado largo examinar aquí (Cf. al respecto, R. Guénon, El Reino de la cantidad y los signos de los tiempos, cit.), este don del Espíritu Santo se convierte en algo cada vez más escaso a medida que la humanidad continúa su carrera descendente, el cual deberá terminar al final del ciclo presente con un nuevo diluvio (Raymond Abellio se ha preocupado por esta cuestión en un libro reciente. Volveremos a ello más adelante: R. Abellio, Hacia un Nuevo Profetismo, N.R.F., s.l., 1953). Se convierte en algo tan escaso porque hay cada vez menos hombres calificados para recibirlo, conservarlo y madurarlo. Y ya no sabemos, en general, qué es un profeta ni en qué consiste su misión. Quizás la simple mención de esta palabra haga sonreír. No tenemos a nadie que convencer. Basta con que algunos se reconozcan y se reencuentren. Pero también se nos ha recomendado poner a prueba los espíritus para saber si son de Dios. En los últimos tiempos, sobre todo, los falsos profetas se volverán numerosos y seductores; de hecho, hay muchos en nuestros días. Quizás El Mensaje Reencontrado nos dé la oportunidad de ejercer nuestro juicio y distinguir lo verdadero de lo falso.
Cattiaux escribe:
Sometiéndonos de antemano al juicio de Dios, al juicio de los hijos de Dios, al juicio de los amigos de Dios y al juicio de los profetas de Dios, no podemos temer el juicio de los inteligentes del mundo, de los poderosos del mundo, de los sabios del mundo ni el de los hipócritas y los ignorantes que ahora nos entierran. (MR XXVII, 49’ )
Esta candidez tan inesperada, esta ausencia total de malicia en la expresión tienen algo chocante en el siglo XX. No pueden explicarse si son verdaderas, y le corresponde al lector juzgarlo, más que por la posesión de un inmenso secreto; porque la verdadera candidez del hombre que ha vuelto a ser niño es una gnosis que se guarda. Hemos aludido más arriba a una imagen que ciertamente no es nueva, la de este mundo considerado como una prisión modelo. Cattiaux estaba bien impregnado de esta idea: toda su vida, así como sus escritos, son un testimonio de ello. Pero si la había redescubierto en él y fuera de él, no es porque haya hecho aquí abajo la experiencia trágica de la que nos habla el autor de La Hora veinticinco, por ejemplo. Los personajes de Gheorghiu sin duda nunca se habrían quejado de su suerte aquí abajo, si no hubieran sido arrastrados, a pesar de sí mismos, en este abominable drama de los campos de concentración, de los internamientos administrativos, de las liberaciones automáticas. Cattiaux aparentemente llevaba la vida de un burgués de París, de un burgués que sería un poco mago, es cierto, artista y original, pero al fin y al cabo, de un hombre que apenas había salido de su barrio, llevando la vida cotidiana a salvo de esos grandes torbellinos sociales y políticos que han sumido a millones de hombres en la desesperación y la revuelta. El conflicto que se había anudado en él era mucho más profundo. Era el drama de la lucha con el ángel. Quien lo emprende no puede terminarlo ventajosamente más que acordándose con su adversario, al final de esta larga noche de angustias,
a la hora en que los geománticos ven elevarse al oriente su fortuna Mayor, por una vía que poco antes era oscura (Dante, La Divina Comedia, Purgatorio, XIX, 4 a 6).
Entonces es cuando el exilio de aquí abajo se vuelve cruel para esta clase de vencedor, sea cual sea su posición en el mundo de la desemejanza; a partir de este momento, ¿dónde encontrará aliados y amigos?
Parece como si, en las primeras páginas del libro del Éxodo, al hablarnos del descenso de los hijos de Abraham a Egipto, de la terrible estancia que sufrieron allí y, por último, de su salida, bajo la guía de Moisés, el escritor sagrado hubiera querido proporcionarnos una síntesis de la historia del mundo y de la misión profética. El apóstol Pablo nos lo repite: «Todo esto les aconteció en figura y fue escrito para servirnos de aviso».
Los hijos de Israel que descendieron a Egipto con Jacob su padre, nos dice la Escritura, se hicieron poderosos después de la muerte de José y se multiplicaron. Notemos, en primer lugar, que en esta paternidad, el texto sagrado nos sugiere la existencia de un misterio:
El número de almas que salieron del muslo de Jacob era de setenta (Éxodo, I, 5. Vulgata: Erant igitur omnes animæ eorum qui egressi sunt de femore Jacob septuaginta).
Son estas setenta almas las que vinieron a Egipto con Jacob. Luego se multiplicaron, después de la muerte de José.
Después de su muerte, los hijos de Israel comenzaron a crecer y, como si germinaran, se multiplicaron […] (Éxodo I, 7. Vulgata: Quo mortuo […] filii Israel creverunt et quasi germinantes multiplicati sunt […]. Esta imagen evoca el trabajo del fermento o de la levadura en la masa o el del grano de trigo en la tierra).
Como si fuera necesario que José muriera para provocar la germinación y el crecimiento de sus descendientes. Paralelamente a este crecimiento, además, se produjo otro fenómeno: se levantó sobre Egipto un nuevo rey que no conocía a José, y los egipcios establecieron sobre Israel jefes de trabajos forzados para oprimirlo con trabajos penosos y vanos. Lo sometieron a la coerción, amargándole la vida, haciéndolo trabajar duramente con el mortero y los ladrillos (Cf. Éxodo I, 8 y ss.).
Estas cosas no han sido escritas con un propósito histórico, escribe Orígenes (Orígenes, Homilías sobre el Éxodo, trad. P. Fortier, col. Sources Chrétiennes, Cerf, París, 1947. Cf. también Romanos I, 18 y Lucas XI, 52.), no debemos creer que los libros sagrados nos cuentan la historia de los egipcios. Es para que tú que escuchas, sepas reconocer que se ha levantado en ti un nuevo rey que ignora a José. Es un rey de Egipto, te obliga a emplearte en sus empresas, te hace trabajar para él con ladrillos y mortero. Te impone capataces y supervisores, te conduce bajo el látigo y la vara a trabajos de la tierra, quiere que le construyas ciudades. Te hace recorrer el siglo, perturbar tierras y mares por el afán de lucro. Es este rey de Egipto quien te hace pisotear el foro por juicios, discutir con los tuyos por un terrón de tierra, cometer en tu casa vilezas, crueldades afuera, infamias dentro de tu conciencia. ¿Te das cuenta de que cometes tales actos? Sepas que combates para el rey de Egipto, es decir, que actúas bajo la influencia del espíritu de este mundo […].
Es la oposición de los dos reinos, el de la luz y el de las tinieblas, cuyo príncipe ya ha sido juzgado por la vanidad de sus obras. A medida que la luz de Israel, alejándose de su fuente, germina y crece, se produce a su alrededor, como por reacción, un endurecimiento de la cáscara que la envuelve, una encarnación en una materia cada vez más grosera, oprimiéndola, sofocándola, oponiéndose ciegamente a su manifestación en el mundo.
Cuando los sordos y los ciegos dominan en el mundo, los métodos groseros suplantan los métodos sutiles […] (MR XXVIII, 11)
escribe el autor del Mensaje Reencontrado; esta es también la razón por la cual los hombres sutiles se sienten prisioneros y exiliados en el mundo. Busquemos precisamente saber quiénes son, aquí abajo, los israelitas oprimidos. No todos son descendientes de los patriarcas, sino solo aquellos «que vinieron a Egipto con José». Esos están mezclados con los egipcios como el buen grano con la cizaña, y nada los distingue en apariencia, nada, excepto su deseo secreto, porque «estamos hechos de la tela con que están tejidos los sueños», dijo Shakespeare parafraseando a su manera esta enseñanza de las Epístolas: «La fe es la sustancia de las cosas que se esperan» (Hebreos XI, 1). Por lo tanto, los verdaderos israelitas no lo son según la carne, sino según el espíritu (Juan I, 47: «He aquí verdaderamente a un israelita en quien no hay engaño»).
La falta consiste en dejar en el abandono y la indigencia a los buscadores de Dios. Pero el crimen consiste en forzarles a los trabajos del mundo bajo el pretexto hipócrita de utilizarlos o salvarlos. (MR XXVII, 50’ )
Y Dios dijo a Moisés en la zarza ardiente:
He visto el sufrimiento de mi pueblo que está en Egipto y he oído su grito a causa de sus opresores, porque conozco sus dolores […]. El grito de los hijos de Israel ha llegado hasta mí y he visto la opresión que los egipcios ejercen sobre ellos […]. Y ahora, ve, te envío a Faraón para que saques a mi pueblo, los hijos de Israel de Egipto (Éxodo III, 7 a 10).
Y desde el seno de la zarza ardiente, IHVH comunica a Moisés su Nombre. Esta escena del libro del Éxodo nos instruye sobre los misterios de la vocación profética. ¿A quién envía Dios al profeta? A su pueblo que está en Egipto. ¿Quién es este pueblo? Aquellos que gimen y claman hacia Dios. ¿Cuál es la misión del profeta? Sacar a este pueblo y conducirlo a la tierra santa. ¿Cómo se llevará a cabo este reconocimiento entre el profeta y aquellos a quienes es enviado? Moisés se hace reconocer primero por los Ancianos, es decir, por los líderes espirituales del pueblo, gracias a ciertos signos.
Pero ahí no está lo esencial, porque Jesús se quejaba amargamente de «esta generación malvada que pide un signo» (Marcos VIII, 12). Hay sobre todo ciertas afinidades misteriosas entre la Palabra y aquellos a quienes está dirigida, y aquí tocamos los misterios de la elección, que son también los de nuestra libertad. «Ellos escucharán tu voz» (Éxodo III, 18), dice Dios a Moisés. Los milagros y prodigios realizados a plena luz por Moisés tenían como objetivo forzar a Faraón, sacudir el poder de su imperio sobre Israel, no salvarlo. Los milagros de Jesús tenían, en cambio, como objetivo reconfortar a los creyentes y confirmarlos en su fe, y leemos que donde no había fe, tampoco había sanación. El enviado de Dios no se presenta de manera que fuerce las miradas. Ningún signo, ninguna vestimenta particular, ningún halo de luz profana lo designa a nuestra atención. Todo esto es inútil, porque no va al mundo, sino en el mundo, hacia los suyos, simplemente: hacia sus hermanos que están en Egipto.
Heme aquí […] hablo y vuestra alma se estremece, al reconocer antiguas palabras: una voz que está en vosotros y que se había callado desde hace mucho tiempo, responde a la llamada de la mía […] (Cagliostro ante sus jueces).
Ciertamente, Cristo es único en Dios, pero sus formas son múltiples en la creación. Así, lo reconoceremos primero por la obra y el peso, después por la palabra; pero nunca por la apariencia.(MR XXXI, 18’ )
¿Acaso no reconoceremos la palabra inspirada que resuena en la plenitud del verbo de entre las palabras delirantes que resuenan en el vacío del mundo profano? (MR XXXIV, 66’ )
Aquellos que han sido escogidos se han escogido a sí mismos en virtud de la mirada profunda que los ilumina a través de las cortezas de la generación carnal y corruptible, esta generación malvada. Es un juicio infalible: se da a quien tiene.
Si Dios no nos otorga el don de creer, no podemos creer por nosotros mismos […]. – Podemos llorar por los impíos, no podemos juzgarlos […]. (MR XXIV, 36 y 36’ )
Después de los misterios de la elección y el reconocimiento, vienen los de la salida del pueblo santificado, o más bien, del pueblo de los santos, bajo la guía de Moisés, fuera de la tierra oscura, hacia la «tierra santa donde nada perece» (MR XXXIV, 13′). De noche, es una columna de luz la que guía sus pasos; de día, una nube los cubre y los oculta de las miradas de sus perseguidores (Cf. Éxodo XIII, 20 a 22). La claridad que ilumina el camino de la gnosis es una guía segura para aquellos que la siguen después de haberla conocido una vez, pero también es para los impíos, los hipócritas y los violentos, una nube que los ciega y los conduce a la disolución en las aguas del mar Rojo. Por eso, los libros sagrados y las enseñanzas de los antiguos sabios tienen al menos dos sentidos: un sentido aparente, la vestidura de sombra, y un sentido oculto, el núcleo de luz (el sentido recto y el sentido siniestro). ¿No es también esta misma luz, este astro, el que guió a los magos de un país lejano al nacimiento del Hijo de Dios?
¡Oh, vosotros que esperáis la salvación de Dios, despertad en el mundo! – buscad la luz secreta de las palabras de vida, en vez de contentaros con su vestidura de sombra. (MR XXXV, 77 y 77’ )
¿Y no se ha escrito de esta misma luz secreta:
La vida era la luz de los hombres y la luz luce en las tinieblas y las tinieblas no la han recibido? (Juan I, 4 y 5)
Por eso, aquellos que hacen las obras de las tinieblas dicen en su noche: Mostradnos algo y creeremos, acreditando así todavía más su ceguera. Pero, lo sabemos, esta luz ilumina un camino y ese camino lleva al nacimiento del Hijo de Dios, es decir, del Sol de Justicia, del cual está escrito, ¿no es así? que brotará de la tierra:
¿Quién puede diferenciar el fuego del fuego? ¿Quién puede manifestar, encarnar el sol en la estrella de la mañana salida de la tierra tenebrosa? (MR I, 18’ )
Quien siembra y cosecha la luz del sol posee la más elevada virtud y el mayor tesoro del mundo total. (MR III, 40’ )
Son las bodas del cielo y de la tierra :
Ni la moral del mundo ni su licencia nos liberarán de la muerte. La ciencia de Dios no conoce ningún progreso, pues es perfecta desde el comienzo. – Solamente el amor encarnado del Perfecto que reina en el cielo. Y su luz ilumina al creyente que acuerda el cielo con la tierra. (MR XXXV, 78 a 79’ )
En la cima del Sinaí, IHVH dijo a Moisés:
Juntarás al pectoral del juicio el urim y el tumim y estarán sobre el corazón de Aarón cuando se presente ante IHVH. Y así Aarón llevará constantemente sobre su corazón ante IHVH, el juicio de los hijos de Israel.
Sin embargo, urim significa «luz» y tumim, «perfección». He aquí el comienzo y el fin, pues la perfección de la luz no es otra cosa que el fruto muy pesado del Sol, esa luz corporificada, el cuerpo adorable y glorioso del Hijo de Dios ante quien todos serán juzgados: tanto los vivos como los muertos. ¿Y quiénes son, pues, los vivos?
Algunos elegidos de Dios han recibido, ya en este mundo, el don espiritual y corporal del Altísimo antes del fin de los tiempos.– Éstos son los hijos queridos de Dios, en los cuales ha puesto toda su confianza, y los grandes testigos de su juicio. (MR XXXIV, 15 y 15’ )
La salvación de Dios es la ciencia más experimental que pueda haber, pues es la ciencia del Dios que ha creado el mundo y los universos que lo rodean, ¡y éste no delira abstractamente en el vacío! – Volvemos a decir la revelación enorme por ser increíble: Dios envía su esencia santísima que se encarna en la purísima sustancia del mundo para la salvación de toda la creación caída. – Comprenda quien pueda. – Experimente quien quiera. – Consideremos la navidad. Penetremos la navidad. Imitemos la navidad. Adoremos la navidad. Cantemos la navidad. (MR XXXVII, 53 a 53’’ )
San Agustín aludía a estos mismos misterios del juicio en sus instrucciones de catequesis al hermano Deogratias:
Pues él vendrá en el esplendor de su potencia, aquel que primero se dignó a venir en la bajeza de la naturaleza humana, y separará a todos los santos de aquellos que no lo son, no sólo de aquellos que rehusaron creer en él, sino también de aquellos que creyeron, pero en vano y sin fruto (De Catechizandis Rudibus, 44).
Porque «la fe sin obras es una fe muerta» (Santiago II, 17). Aquí hay también, sobre estos mismos misterios, un extracto del Mensaje Reencontrado:
Como el mono que permanece prisionero de la calabaza, con la mano obstinadamente cerrada sobre el cebo, también a nosotros nos bastaría con soltar el puñado de barro que apretamos estúpidamente en este mundo para ser devueltos a nuestra libertad primera. Sin embargo, todos se burlan de los monos y nadie entrevé su propia codicia.– Mi señor me preguntó una vez: «¿Qué me traerás el día del juicio?», y yo contesté: «Tú, en tu secreto en mí». Entonces dijo: «Está bien. Ve pues, germina, madura y fructifica para mi cosecha», y lloré amargamente de estar aún recubierto por el barro de la tierra extranjera. (MR XX, 9 y 9’)
Un día llegará en que lo que estaba oculto será descubierto; donde los misterios sepultados bajo las piedras de nuestras antiguas catedrales serán manifestados; donde la virgen negra que duerme silenciosa en las criptas húmedas florecerá de nuevo como la nieve en flor.
Jesús dijo a la multitud hablando de Juan Bautista :
Éste es de quien está escrito: he aquí que yo envío a mi mensajero ante vosotros para que os preceda y prepare la vía. En verdad os digo que entre los nacidos de mujer no ha aparecido uno más grande que Juan el Bautista. Pero el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él. (Mateo XI, 10 y 11)
Y san Pablo, refiriéndose a los profetas, dijo:
Erraron aquí y allá, cubiertos de pieles de ovejas y cabras, despojados de todo, perseguidos, maltratados; ellos de quienes el mundo no era digno (Hebreos XI, 37 y 38).
Aunque erraron en este mundo, cubiertos con la piel de bestia de los hijos de Adán, no dejaron de avanzar como los asnos que llevan el Santo Sacramento, cargados con el tesoro del rey de los cielos. Aquellos que rechazan al asno por sus largas orejas y su pelo áspero muestran con ello que se dejan cegar una vez más por las apariencias del mundo.
Felices quienes recuerdan que el Señor nació en un humilde establo, bienaventurados quienes reencuentran su huella en este mundo y muy felices quienes le calientan de nuevo como asnos sabios.(MR XXXX, 16’ )
Los misterios del profetismo no son otros, como indica la palabra, que los de la palabra, esa palabra que fue comunicada a Moisés en la zarza ardiente. Pero la palabra de Dios no vuelve a Él sin haber germinado y crecido (Ver Isaías LV, 10 y 11: «Así como la lluvia y la nieve descienden del cielo y no regresan allí sin haber regado y fecundado la tierra y sin haberla hecho germinar, sin haber dado la semilla al sembrador y el pan al que come; así es mi palabra que sale de mi boca: no vuelve a mí sin efecto, sino que ejecuta lo que he querido y cumple para lo que la he enviado»).
La palabra de Dios procede de su nombre y vuelve a su nombre. Sale fluida y vuelve sólida. – El Señor de los mundos toma cuerpo a su vez! ¡Oh, milagro!, ¡oh, misterio!, ¡oh, perfección!, ¡oh, todo que madura! (MR XXXI, 44 y 44’ )
Es este Nombre inefable e inaudito de los mortales, el que da existencia y vida a todas las cosas. Es él quien mata, pero también quien renueva todo cuando canta la nueva primavera de la Resurrección. También es este Nombre el que bendice o maldice según la forma en que se presenta a nosotros y según la forma en que nos presentamos a él. Porque tiene un reverso y un anverso. Como la esfinge de la fábula que devora a los transeúntes demasiado poco clarividentes, IHVH nos es presentado por los profetas bíblicos, revestido de terror, cólera y muerte. Somos los transeúntes de este mundo y todos, algún día, tendremos que responder a la pregunta fatídica. ¿Qué haremos entonces? Está escrito que los hombres mueren por no haber observado las obras de IHVH (es decir, su Arte); y, sin embargo, ¿no es este mismo Dios, cargado de cólera, terrible y destructor, también llamado el Dios de los vivos? Así, los profetas nos han hablado de lo que podríamos llamar las dos caras de Dios: nos han predicho la historia del mundo y su desarrollo hasta la disolución final; pero, paralelamente a esto, de la evolución de la Santa Piedra hasta su coagulación final; de esta Piedra que han rechazado aquellos que edificaban y que se convertirá para ellos en una piedra de tropiezo, porque han edificado en la vanidad, «y esos serán como un sueño», dice el salmista, «que IHVH disipa al despertar» (Salmos LXXIII, 20); de esta Piedra, finalmente, contra la cual las puertas del cheol no prevalecerán.
Dios forma y disuelve imágenes, pero salva algunas por medio del Hijo, que es semejante al Padre.(MR XX, 47 )
La trampa de este mundo consiste en correr sin cesar tras sus apariencias engañosas en lugar de buscar a aquel que las anima a todas, decía Louis Cattiaux. Pero, ¿quién podrá alcanzar el Corazón muy puro y muy santo que vive en el centro de todas las cosas, si no viene por sí mismo en un don de amor? ¿No está el Sagrado Corazón rodeado de un círculo de espinas protectoras, como la frente del Señor? ¿Y cuántos, por demasiada prisa y violencia, se han herido y desgarrado cruelmente? ¿Y cuántos han muerto en el camino a causa de sus heridas? ¿No es necesario, primero, que queme las espinas con el fuego de su amor, para que podamos alcanzarlo en la dulzura de las cenizas nutritivas, donde ya nada es combustible? Dios le dijo a Moisés, desde el seno de la zarza ardiente:
No te acerques aquí, quítate las sandalias, pues el lugar en el que estás es una tierra santa. Y Moisés escondió su rostro ya que temía mirar a Dios.(Éxodo III, 5 y 6).
Todas estas cosas, una vez más, están escritas para nuestra instrucción y nada se dice inútilmente. La pureza que permite pisar la tierra santa y la claridad de la mirada, eso también es un don de amor.
Un maestro del hermetismo de la Edad Media escribió que no podemos conocer a IHVH si no lo hemos disuelto, purificado, liberado del velo mosaico y del aspecto de cólera, y si, por una iluminación divina posterior, no hemos extraído de Dios su corazón y su alma que es el Cristo. Esto se hace gracias al Espíritu Santo que purifica nuestros corazones como lo haría un agua pura; y más aún, los ilumina como un fuego divino. Y entonces, el Dios irritado te aparecerá apaciguado.
En ese día se dirá: ¡Una viña de vino generoso, cantadla! Soy yo IHVH quien la custodia; la riego en todo momento; por miedo a que se penetre en ella, día y noche la guardo; ya no tengo cólera. ¿Quién me dará zarzas y espinas para combatir? Caminaré contra ellas, las quemaré todas. O bien que se haga la paz conmigo, que conmigo se haga la paz (Isaías XXVII, 2 a 5; cf. también Lucas XII, 58 y Mateo V, 25. Los antiguos pitagóricos aludían a esta misma revelación cuando hablaban de una disonancia, de una nota falsa, de una falta de armonía en este mundo sublunar. Que se piense en la palabra de Sócrates: «debes esforzarte en trabajar la música». Para el pitagorismo, el filósofo es un músico perfecto, después de haber sido durante mucho tiempo un buen filólogo).
Y Jesús dijo: Yo soy la vid y mi padre es el viñador […], yo soy la cepa y vosotros sois los sarmientos […], permaneced en mí como yo en vosotros […] (Juan XV, 1 a 7).
a IÉEOÔUA
Como esas estrellas que súbitamente se inflaman en la noche del cosmos, el corazón divino estalla desmesuradamente cuando un sabio penetra hasta él. (Louis Cattiaux, Obra Poética, Arola editors, p. 165).
Se podría reprocharnos con razón una falta de pudor evidente si reuniéramos aquí todos los versículos del Mensaje Reencontrado que descubren la experiencia que el autor ha tenido de esos misterios terriblemente santos. El lector curioso los reconocerá fácilmente.
La verdad de Dios corre al encuentro del que la busca con un corazón humilde y purificado.– Pero huye de los que creen poder violentarla, se esconde de los que la desdeñan y abandona a los que la perjudican.(MR XXXI, 12 y 12’ )
El que lea hasta el final el Libro de los contrarios y sepa unirlos en el nombre único, doble, cuádruple y óctuple parecerá sabio a los sabios, santo a los santos y loco a los locos.
Así, muchos han disertado magníficamente acerca de Dios, de sus atributos y de su creación, pero ¿cuántos han entrevisto la orla de su manto y cuántos han besado la huella de sus pasos? Pero ¿cuántos, entonces, han contemplado el esplendor de su cuerpo y cuántos, ¡oh, estupor!, han saboreado las delicias de su corazón? (MR XIII, 38’ )
Nos hemos esforzado en resaltar este aspecto del Mensaje catesiano que nos habla precisamente de esta coagulación de la Santa Piedra. Pero no podemos descuidar otra faceta de su libro que nos lo vuelve más cercano a nosotros, más accesible, quizás: nos habla de la próxima disolución del mundo presente, de este siglo que regresa al polvo.
Cattiaux escribe como epígrafe al inicio de su Libro XXXIX esta advertencia comunicada a los pequeños pastores de La Salette por la dama de Luz:
Al primer golpe de su espada fulminante, las montañas y la tierra entera temblarán de espanto, porque los desórdenes y los crímenes de los hombres traspasan la bóveda de los cielos.
Lo que tenemos que decir al respecto puede que no sea del agrado de todos; el escepticismo en estas materias puede ser, también, un juicio de Dios. El Mensaje Reencontrado contiene numerosas y precisas profecías sobre lo que se podría llamar los últimos tiempos del mundo actual. Están distribuidas a lo largo de la obra. Sin embargo, en la primavera del año pasado, esta amenaza debió parecerle muy cercana y fue entonces cuando escribió el Libro XXXIX, cuyo tono urgente y angustiado no escapará a nadie:
Los sabios oficiales, herederos y descendientes de los sopladores rabiosos, que fueron los primeros en forzar el fuego, la naturaleza, a los seres y las cosas, ahora son más honrados y recompensados que nadie, porque son los sacerdotes de la ciencia del maldito que tiene al mundo entre sus garras […] – [… ]que lo encadena bajo el pretexto de liberarlo, que lo envenena bajo la máscara de la beneficencia, que lo embrutece con la promesa de distraerlo, que lo sumerge en las tinieblas prometiéndole la luz, que le priva del Dios de vida haciéndose pasar por él e imponiendo la muerte a todos.
No es por casualidad que los demonios del infierno están representados accionando sin parar fuelles de fragua que fuerzan el fuego donde queman los condenados. – Ahí estamos, pero nuestra situación es tan idéntica a la imagen antigua que ya no podemos conocer el estado en el que nos ha precipitado la ciencia del maligno.
¿Hay algo más estúpido que la máquina? Y ¿no estamos bajo el reinado de la máquina ciega y sorda? Y ¿no adoramos la máquina que nos mastica bestialmente? – ¿Hay algo más estúpido que el Estado anónimo? Y ¿no estamos bajo el reinado de la Bestia ciega y sorda? Y ¿no adoramos a la Bestia que nos tritura ciegamente?
Los magos oficiales de Faraón son más fuertes que nunca en el mundo. Sólo han cambiado de apariencias y de astucias, de nombres y de métodos, pero sus prodigios siguen asombrando al mundo y lo mantienen en la esclavitud de la muerte.
La ciencia profana ha conquistado incluso el corazón de los religiosos, que se alían con ella sin darse cuenta de que les devora sin perdón.– Porque han despreciado la ciencia de Dios que se ha retirado de ellos, y ahora son ridiculizados por la ciencia del demonio que adoran públicamente.
El tiempo de las máquinas apenas empieza y todos están seducidos, sin darse cuenta de que las máquinas son obras muertas que no producen más que la muerte. – Y todos creen servirse de las máquinas sin darse cuenta de que son ellos quienes sirven a las máquinas como esclavos embrutecidos por la muerte.
Ahora, todos defienden la causa del rebelde y ensalzan su obra maldita. Sacerdotes e incrédulos, monjes y laicos, sabios e ignorantes, artistas y obreros, ricos y pobres, sanos y enfermos, bien pensantes e impíos, jefes y peones, todos aplauden al fuego que va a devorarlos.– Los impíos dicen: «Hemos sustituido a Dios por nuestra ciencia», y los creyentes añaden: «Dios ha dado la ciencia al hombre para que se libere», pero ni unos ni otros ven el abismo abierto bajo sus pies, ni el humo que sube y que va a sepultarlos para siempre.
¡Oh, dolor! Nuestra voz es ahogada por la multitud de lisiados que se hunden alegremente en la muerte hedionda del infierno, y permanecemos solos, sin medios ni auxilio para hacer oír la última advertencia del Señor de justicia que nos envía al mundo, como el grano bajo la rueda de molino. – ¡Oh, castigo cruel! El Libro de la liberación permanece desconocido, mientras que la inmundicia misma es regiamente financiada por los ricos del mundo, mientras que la fe muerta rebosa de los dones de los bien pensantes, mientras que las obras de muerte son alentadas por los bienintencionados que sirven al demonio sin querer saberlo.
¡Oh!, ¿quién dirá con nosotros la urgencia del arrepentimiento? Y ¿quién vendrá a ayudarnos a reunir la simiente del mundo nuevo? – ¡Oh!, ¿quién lanzará con nosotros el grito de alarma antes de que el absurdo engulla el mundo? Y ¿quién rogará al Señor de perdón, a fin de que el Libro aparezca antes del golpe centelleante de su rayo que retumba? (MR XXXIX, 28 a 35’)
Hay una diferencia esencial entre la clarividencia y la profecía. El profeta siempre es clarividente, pero el clarividente no es necesariamente profeta. Aunque las definiciones de esta naturaleza siempre son delicadas y necesariamente incompletas, podemos decir que la clarividencia es generalmente una aptitud natural para ver en el mundo sutil, que los ocultistas modernos llaman el mundo astral, los eventos futuros en gestación. Es un papel puramente pasivo y, por lo tanto, bastante limitado, aunque puede haber un gran número de matices y grados de realización. Es en el ejercicio de la clarividencia donde interviene el discernimiento de los espíritus, que no todos los clarividentes ejercen con igual fortuna. El clarividente puede predecir, pero es incapaz de profetizar. La profecía, en cambio, es un don del Espíritu Santo: el sujeto desempeña un papel tanto pasivo como activo, ya que si se comunica con la conciencia cósmica, fija el futuro por el simple hecho de proferir la palabra, y el futuro así fijado por la palabra profética se convierte en el fatum de los Antiguos (Dios dice: «Cumplo la palabra de mis siervos», Isaías XLIV, 26).
En la actualidad, ciertos espíritus iluminados como René Guénon y Raymond Abellio (R. Abellio, Vers un Nouveau Prophétisme, N.R.F., s.l., 1953) nos han anunciado, a la luz de las ciencias tradicionales, el inminente final del ciclo presente de la historia. Para Raymond Abellio, por ejemplo, esta disolución del mundo actual vendrá sin duda por una catástrofe de naturaleza geológica, un nuevo diluvio, análogo a los que destruyeron en su momento la Lemuria y la Atlántida. El Mensaje Reencontrado nos trae una advertencia similar:
Desde que se nos amenaza con el fin próximo del mundo y que nada ocurre, ya no creemos en esta broma pesada, dicen los impíos. Ahora, dejadnos en paz y dejad que nos organicemos por nosotros mismos en este mundo que nos pertenece. – Desgraciadamente, no saben que las plegarias, las lágrimas y el sacrificio de los santos y de su patrona son lo único que ha retenido hasta ahora el brazo de la cólera de Dios, pero el peso aumenta en proporción a nuestra negación de Dios, y ahora es enorme y se vuelve insostenible, incluso para los más fuertes.
Incluso los crujidos de la cólera de Dios, que balancea antes de abatirse sobre el mundo, no serán comprendidos por los hombres rebelados contra Dios. – Incluso el estruendo de la cólera de Dios, que hierve antes de sumergir el mundo, no será comprendido por los hombres ocupados de sí mismos. (MR XXXIX, 42 a 43’ )
Amigos míos, ¿no veis la agitación del absurdo que se amontona ante vosotros por todas partes en el mundo, en un equilibrio imposible? – ¿No veis la negación universal del verdadero Señor de vida, en beneficio de aquél que falsifica y desencarna toda vida para saciar-se de ella? (MR XXXIX, 45 y 45’ )
Raymond Abellio contempla en su libro la creación de una Orden, análoga en ciertos aspectos a las grandes órdenes religiosas de la Iglesia católica, pero que responde más de cerca a las nuevas exigencias. Porque el problema ya no consiste, nos dice, en salvar este mundo, sino simplemente en salvar y reunir al pequeño número de hombres calificados para formar el nuevo mundo después del diluvio. Aunque no conocemos en absoluto a Raymond Abellio más que por sus escritos, hemos querido resaltar este nuevo testimonio de la gran inquietud que invade poco a poco a aquellos cuyos ojos aún están abiertos.
Algunos nos han planteado esta pregunta: «¿Tenía la intención el autor del Mensaje Reencontrado de fundar una nueva religión?» Responderemos que ningún pensamiento le ha sido más ajeno que ese, debido al carácter puramente profano que lo caracteriza. Además, nunca ha habido más que una sola religión desde el comienzo del mundo. El autor escribió este libro para servir a los creyentes en la unidad, y no para añadir más a la confusión de las lenguas.
Es imposible, por otra parte, hablar, en lo que respecta al Mensaje Reencontrado, de una nueva revelación, en el sentido de que no se puede añadir ni quitar nada a lo dado de la revelación tradicional que es completa. Esto es, además, una tradición constante en la Iglesia, y nadie puede desviarse de ella sin caer al mismo tiempo en las aberraciones y extravíos del falso profetismo. No hay, en este ámbito, progreso ni evolución. Nos hemos esforzado precisamente por mostrar, tanto como fuera posible en el marco restringido de este estudio, la conformidad de la inspiración del Mensaje Reencontrado con la de las Escrituras, y es precisamente esta conformidad la que la hace legítima y auténtica.
Las palabras de los sabios son como aguijones y sus obras como clavos hincados profundamente; nos son dadas por un único Pastor. (Eclesiastés 12, 11)
No se puede hablar legítimamente de una nueva revelación más que en el sentido de un nuevo velo que cubre el mismo misterio antiguo que siempre permanece eternamente idéntico a sí mismo.
¡Oh, pura esencia, incluida en la pura sustancia, que gimes con el hombre caído!, permite que el Libro que habla de nuevo de tu amor aparezca en el mundo, a fin de que tus hijos enlutados perciban una vez más tu llamada antes del juicio aterrador que viene. – ¡Oh, Amada que contienes al Amado!, permite que el Libro de tu esplendor imante de nuevo a la multitud de tus hijos caídos en el barro, y que yerran miserable-mente tranquilizándose con tu antigua promesa, sin hacer nada para penetrarla ni para ponerla en práctica verdaderamente. – ¡Oh, Padre – Madre – Hijo santísimos!, quieras iluminar a tus agonizantes antes de que sea demasiado tarde. (MR XXXIX, 8, 8’ y 8’’ )
No hemos agotado nuestro tema. De hecho, sería una tarea imposible. Simplemente hemos buscado dar testimonio de lo que hemos leído y oído. Aquellos a quienes el autor ha dedicado su libro, esperamos que nos perdonen nuestra indigencia. El Mensaje Reencontrado lleva, de hecho, dos dedicatorias. Una es general, aunque solo se dirige a un número muy reducido:
Este libro no es para todos, sino solo para aquellos a quienes se les da la oportunidad de CREER LO INCREÍBLE.
La segunda dedicatoria es más particular; sin embargo, toca a un gran número de hombres en nuestro globo: este Mensaje está especialmente dedicado a los pueblos negros, a quienes anuncia su advenimiento en el mundo. Después de haber sido durante tanto tiempo esclavos o considerados como niños bajo tutela, los negros se volverán libres, poderosos y dominarán a sus antiguos amos. Es para ellos, especialmente, que este libro ha sido escrito, bajo la inspiración del Espíritu.
Cuando el encantador Merlín descendió a la Bretaña azul para establecer, según la orden recibida de Dios, la búsqueda del Grial, sus aliados lo reconocieron y lo acogieron con alegría, aunque era de origen oscuro. A menudo se divertía cambiando de forma para desconcertar a los extraños, desorientar a sus enemigos, pero sus amigos se reían y se alegraban con él, porque sabían reconocerlo en todas sus formas: a veces era un ciervo con astas, a veces un hombre salvaje y barbudo, o bien, un joven y fresco mozo. El encantador era maestro de las formas y de las apariencias que, todas, le pertenecían.
Pero, si el cuento nos dice todo lo que hizo Merlín por el Grial, cómo reveló su existencia y la búsqueda a los caballeros del rey Artús, también nos habla, para terminar, de sus locos amores con Viviana, su inmortal amiga.
¿Dónde, pues, la buscó apasionadamente, y durante cuánto tiempo? ¿En las ruinas de Komper, en las cuevas olvidadas, en las orillas de Painport?
La encontró cuando ya no la buscaba.
Fue en el bosque de Brocelianda, al borde de una fuente clara cuya arena brillaba como plata fina. Su nombre significaba Nada haría con ello (I Corintios 1, 27). Desde la primera mirada, Merlín reconoció a Viviana y Viviana, a Merlín, y, al haberla visto, se enamoró de ella. ¿No era él el único que podía verla? Muchos otros solo la habían mirado y pasado de largo. Le prometió un encuentro para la víspera de San Juan. Sin embargo, el cuento no nos habla mucho de sus retozos amorosos.
Se encontraron junto a la fuente, en el hermoso huerto llamado Refugio de la Alegría que Merlín había creado mágicamente para su amiga. En cada uno de sus encuentros, Merlín sentía crecer su amor por Viviana, debido a la hermosa acogida que ella le brindaba. Era como una atracción cada vez más fuerte. Un día, y siempre por su arte de magia, Merlín hizo para Viviana un palacio misterioso en medio de un lago, el lago de Diana. Nunca nadie lo verá «que no sea de su casa», porque es invisible para cualquier otro, y a los ojos de todos, solo hay agua. Y si por mala suerte, algún bandido que robe este secreto quisiera penetrar allí por envidia o traición, se ahogaría al creer que está entrando.
« Por Dios, bello amigo », dijo Viviana, « ¡nunca se oyó hablar de una morada más secreta y más hermosa! »
Pero Viviana estaba celosa. Quería poseer toda la ciencia mágica de Merlín, y Merlín no pudo evitar enseñársela poco a poco. Como era «gran sacerdotisa en los siete artes» lo ponía todo por escrito y solo pensaba en enseñar. ¿No es ella, de hecho, el «Alfabeto de los profetas» (MR, Letanías de la madre y del hijo, 122)?
Señor, le preguntó un día, hay una cosa más que me gustaría saber: ¿cómo podría encerrar a un hombre sin torre, muros ni cadenas, de manera que nunca pudiera escapar sin mi consentimiento? Merlín bajó la cabeza suspirando. – ¿Qué os pasa, Señor?, le dijo ella. – ¡Ah! Sé bien lo que pensáis y que queréis encerrarme para siempre, y como os amo por encima de todas las cosas, tendré que hacer vuestra voluntad.
¿No exigía un amor tan grande que Merlín hiciera la voluntad de Viviana y Viviana la de Merlín?
Señora mía, dijo Merlín, la próxima vez que vuelva, os enseñaré lo que deseáis.
Y fue con tristeza que Merlín regresó a sus amigos en la corte del rey Artús, porque sabía que era la última vez y que pronto no los vería más. Así, cuando llegó el encuentro con Viviana, Merlín le dijo al rey y a la reina que debía dejarlos para siempre. No comprendieron lo que les decía. Sin embargo, cuando vio que habían pasado siete semanas y Merlín no regresaba, el rey recordó las palabras que su amigo le había dicho y permaneció mucho tiempo pensativo y sombrío.
Un tiempo después, mientras el caballero Gauvain, el sobrino del rey, recorría el bosque de Brocelianda en busca de Merlín, escuchó que lo llamaban con una voz lejana y vio ante él «una especie de vapor que, por más aéreo y translúcido que fuera», impedía que su caballo pasara.
–¡Ay, Gauvain! dijo Merlín, nunca más me verás, y después de vos, solo hablaré con mi amada. El mundo no tiene torre tan fuerte como la prisión de aire en la que ella me ha encerrado […]. —¿Qué?, bello y querido amigo, dijo Gauvain, ¡vos, el más sabio de los hombres! —¡Eso no! ¡sino el más loco!, replicó Merlín, porque sabía bien lo que me sucedería. Un día que deambulaba con mi amada por el bosque, me quedé dormido al pie de un arbusto de espinas, con la cabeza en su regazo; entonces, ella se levantó hermosamente e hizo un círculo con su velo alrededor del arbusto; y cuando desperté, me encontré en un magnífico lecho en la habitación más hermosa y cerrada que jamás haya existido. —¡Ah, señora!, le dije, ¡me habéis engañado! Ahora, ¿qué será de mí si no permanecéis aquí conmigo? —Bello dulce amigo, estaré aquí muy a menudo y en vuestros brazos, pues me tendréis a partir de ahora lista para vuestro placer. Y no hay día ni noche en que no disfrute de su compañía, de hecho. Y estoy más loco que nunca porque la amo más que mi propia libertad.
Un día hablábamos de esta leyenda, si es que hay leyenda, con el autor del Mensaje Reencontrado.
—Es curioso, nos respondió, lo que me dices de Viviana, porque tengo la esperanza de poder desaparecer un día, disuelto por el hada Viviana, y resucitar gloriosamente en ella.
Releamos sin cansarnos las palabras santas y sabias, pues cada tiempo será para nuestros corazones como un rocío siempre más abundante y siempre más nutritivo. – Todo el Universo y nosotros mismos somos tinieblas y muerte sin tu amor, Señor. – Mientras que, sin nuestro amor, permaneces vivo y resplandeciente para siempre ante nuestra agonía miserable. – ¡Oh, mi Señor y mi Dios!, por tu amor por nosotros que es infalible, permite que jamás desfallezca nuestro amor por ti. ¡Oh, mi Rey!, haz que nuestros rostros ya no se aparten de tu rostro, hasta que entres en nosotros y hasta que penetremos en ti para siempre. Amén. (MR, XXXVI, 108’’ )
En R. Arola, Creer lo increíble o lo Antiguo y lo Nuevo en la Historia de las religiones.